San José

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Los evangelios, el de Mateo y el de Lucas, contra lo que suele afirmarse, no hablan tan poco de José, de quien, en contraste, no registran ni una sola palabra: tiene su anunciación, cree y actúa con la eficacia de su silencio en la responsabilidad de esposo de María y padre singular de Jesús, de custodio del Redentor. Porque, resulta que el misterio de la Encarnación aconteció, conforme al proyecto divino, por mediación de María, pero no solitaria sino desposada ya con José, compañero y protagonista en la vida oculta de Jesús.

Es comprensible el silencio y hasta el cúmulo de deformaciones que se cernieron sobre esta figura silenciosa en el tiempo posterior a la catequesis evangélica. Era preciso salvaguardar la virginidad de María y defenderla frente a los ataques de herejías agresivas. La salvaron a la perfección, y mirando a los datos evangélicos, padres de la Iglesia como san Justino, san Agustín, san Jerónimo, san Juan Crisóstomo. Otros, sin embargo, se dejaron seducir- por las fantasías de los apócrifos, que se acogieron al recurso de convertir al esposo de María en viejo, muy viejo, y en viudo con hijos habidos en matrimonios anteriores. Y esta percepción de José ancianísimo fue la que se impuso durante siglos.
San José El redescubrimiento de san José se produjo con el retorno al evangelio reclamado y realizado por los humanistas a partir del siglo xv. El precursor reconocido fue el canciller de Paris, Juan Gerson, encariñado con la misión y con la figura de José, con su paternidad singular, con el matrimonio con María, escritor del poema encendido de la Josefina, empeñado en conseguir la celebración de la fiesta de los desposorios, y empeñado con más denuedo, si cabe, en cambiar la imagen de un José viejo por la más acorde con su misión de esposo y padre, es decir, la de José joven y, añadía, hermoso.

El autorizado canciller, que tanto influjo ejerció en la espiritualidad posterior, lo ejerció también en este particular aspecto de la figura, de la devoción, del culto, creciente desde entonces. Este fervor se expresó en libros, en sermones entusiastas, en pinturas llenas de ternura como las del Greco o Zurbarán, en tallas rebosantes de fortaleza como las de Berruguete, de Gregorio Fernández y del barroco español.

La presencia de san José se hizo realidad en la Iglesia, en la devoción del pueblo, en tratados de teólogos, en la literatura religiosa, en el culto y en la liturgia. Como expresión del fervor, su fiesta se hizo universal en el siglo XVII, fue proclamado patrono de obispados, de países, de órdenes religiosas y, por Pío IX en 1870, de la Iglesia universaL Eran tiempos necesitados de la protección de san José, como lo eran, por otros motivos, aquellos en los que el Papa León XIII publicó la única encíclica josefina en 1889. Ya en el siglo XX, Juan XXIII, tan devoto del Santo, incluyó su nombre en la plegaria litúrgica (en el canon) de la misa.

Después del concilio Vaticano 11 san José no se libró de la crisis general que hoy se refleja en olvidos pero también en recuerdos, en la renovación de su teología, en congresos, en centros y publicaciones dedicados a su estudio y animados por la hermosa y profunda exhortación apostólica Redemptoris Custos de Juan Pablo II. Benedicto XVI y el Papa Francisco han escrito y dicho hermosas palabras, llenas de contenido, sobre la figura de san José.
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“complejo” dedicado a San José.
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